En 1985, unos días antes del pavoroso sismo del mismo año, tenía unos 17 años y deambulaba por la Ciudad de México. Fui a un certamen nacional de oratoria organizado por el Consejo Nacional de Recursos para la Atención de la Juventud (CREA) y participé, representando a Colima, en un foro nacional de la juventud, donde se dieron cita jóvenes de todo el país. Me hospedaron en un albergue administrado por la institución convocante en una zona boscosa del sur de la ciudad (aún existen esas zonas allí, por si alguien lo duda). Fue una experiencia fascinante, pues por primera vez en mi vida sentí que formaba parte de un grupo donde compartía intereses y aficiones. Los jóvenes instalados en el albergue, todos originarios de distintas entidades, tenían un común denominador: les gustaba leer y hablar en público, así que sentí que allí pertenecía.
En la noche se organizó una fogata y todos los congregados dijeron algunas palabras bellas de su lugar de origen. Yo dije que venía de una entidad que tenía un alma femenina: dos volcanes la adornaban, como si fueran los senos de una bella mujer. Uno de sus senos era níveo y otro ígneo, como si brindaran al mismo tiempo el frío del desprecio y la ardiente bienvenida femenina. También poseía un mar, que llegaba a su vientre en oleajes espumosos, como una caricia. Recuerdo mucho esas palabras porque era la primera vez que compartía algo íntimo, de mi propia tierra, con jóvenes de otras partes del país. Al escuchar a los demás jóvenes puede apreciar, también, la gran pluralidad que solemos unificar en la palabra México: una diversidad de acentos, de modismos, de formas de expresarse y de describir a la querencia (ese lugar al que siempre volvemos).
La fogata se consumió sin gota de alcohol, no sólo porque allí estaba prohibido, sino porque a nadie le interesaba y después de los discursos llegaron los poemas (recuerdo una apasionada declamación de Zita Sánchez) y alguien por allí, un joven un poco más maduro que los demás y que asistía como organizador y supervisor, Fernando Alférez, de Aguascalientes, sacó una guitarra y todo fue cantar y desvelarse hasta el agotamiento. Pero hubo de todo en ese viaje. Una noche me escapé con unos amigos a conocer un poco más la ciudad. Visitamos el Zócalo la noche del Grito, la plaza de Las Tres Culturas y muchos otros lugares de reconocimiento obligado. En ese deambular conocí el metro y los camiones “Ruta 100”, tan usuales por allí. En algún momento nos perdimos, pero no sobre la ciudad, sino en el metro, en esa trama del subsuelo, y nos acercamos con unas muchachas que estaban sentadas en las escaleras. Les dijimos que no éramos de allí y que andábamos perdidos. Simpatizaron con nosotros y nos orientaron para llegar a la estación correspondiente. Ya entrados en confianza les preguntamos por un lugar para cenar y nos llevaron a la superficie. Fuimos a un establecimiento de tacos, deliciosos por cierto, y todo fue platicar de nuestras respectivas vidas. Al final nos acompañaron de regreso al metro y nos volvieron a dar indicaciones, que seguimos al pie de la letra. Ellas vivían en una unidad habitacional cercana a esa estación.
Unos días después regresé a Colima, con tan buen tino que llegué el 18 de septiembre, un día antes del pavoroso sismo. Digo con buen tino, pues mi familia, en especial mi madre, se hubiera desesperado por no saber de mí en esos momentos de angustia. Unos días después, revisando la información del sismo, descubrí que aquella unidad de las amables muchachas capitalinas fue de las más dañadas en el sismo. Incluso, algunos de sus edificios cayeron. Yo no tenía sus datos, ni sus teléfonos, ni forma de localizarlas. Sólo conocía sus nombres de pila. Llamé a los amigos con los que compartí aquella noche de extravío donde ellas nos auxiliaron, pero ninguno pudo averiguar gran cosa de su destino. Aún hoy llegan a mi memoria de vez en cuando, como unos ángeles bondadosos que nos auxiliaron cuando andábamos perdidos y ruego, hasta la fecha, que hayan sobrevivido a esa tragedia. Ojalá y sigan por allí, viviendo una buena vida, como sin duda tenían derecho de vivirla. De cualquier forma, ellas vivirán por siempre en mi recuerdo.