Un filósofo se resfrió y debió acudir a tres médicos especialistas para curarse: uno para el dolor de garganta, otro para la resequedad de su nariz y uno más para dejar de estornudar. Volvió la mirada a todo lo demás y percibió tal obsesión por el conocimiento especializado que sintió una desconfianza instintiva. Se dio cuenta que el arte, por ejemplo, siendo clara su aspiración, se diluía entre escultores, pintores, músicos, fotógrafos, escritores y un sinfín de variantes y combinaciones entre las disciplinas artísticas. A partir de esa experiencia renegó de la especialización dominante en el mundo científico, profesional y académico. «Especializarnos es descomponernos y atomizarnos −dijo−. Al concentrarnos en una parte que nos brinda comodidad perdemos la posibilidad de alcanzar la plenitud del conocimiento». Con esa certeza personal emprendió una lucha sin cuartel contra los especialistas, ésos que eligen un árbol y lo podan obsesivos, sin disfrutar el bosque que los rodea. El filósofo decía, cada que alguien le daba la oportunidad de decirlo, que «algo nos mueve a la unidad en la percepción y la creación, superando los límites del conocimiento especializado, pues toda especialización es, a final de cuentas, una distorsión. Pero el filósofo logró apenas un éxito moderado, pues si bien algunos aceptaron mezclar diversos lenguajes en sus propuestas, casi todos siguieron atentos los dictados de un mundo que exige la especialización −y por tanto la dispersión−, negando cualquier posibilidad a esas propuestas tan extrañas que pretenden la unidad y la integración…