Un filósofo decidió traicionar su credo y en lugar de aspirar a la verdad elaboró una compleja teoría fundada en el absurdo y lo inverosímil, pero como era tan brillante y sólido en sus reflexiones sus textos comenzaron a tomarse muy en serio. “Está bien −pensó−. Seguiré con la broma y alguien, en cualquier momento, descubrirá que todo lo que digo aspira a la mentira o, al menos, evita el compromiso con la búsqueda de la verdad”. Pero sus textos siguieron con el éxito y los críticos que se ensañaron con sus apuntes precedentes guardaron en este caso un incómodo silencio. Surgieron tesis y acotaciones, seguidores y hasta fanáticos de sus travesuras y el filósofo comenzó a temer lo que pasaría cuando dijera la verdad. Un día se sintió en sus últimos días y no quiso dejar esa bomba de tiempo en la historia de las ideas. Escribió una detallada confesión y ordenó publicarla al día siguiente a su muerte. Así lo hizo su editor, un poco a regañadientes. Sin embargo nadie hizo caso de aquellas sus últimas palabras. Aún hoy, aquella aclaración póstuma es interpretada como la confusión senil de una mente brillante y se evita, comprensiva y afectuosamente, cualquier juicio en torno a ella. Todos estaban tan fascinados con su magnífica búsqueda de la mentira y el absurdo, que evitaron cualquier comentario del último texto que aspiraba a la verdad.