Quise alejarlo de las armas. Le enseñé a trabajar la tierra, a cuidar al ganado, a protegerse sólo en razón de lo necesario. Todo fue inútil. Desde pequeño le gustaron las armas. Se deleitaba en ellas y tenía una puntería prodigiosa. Su mirada era orgullosa y mataba con indiferencia ardillas, coyotes, pájaros, lo que fuera. Una vez, mientras dormía, lo miré con cuidado. Aquel mechón oscuro cayendo en su frente y sus pequeños dedos acariciando un gatillo entre los sueños. Esa noche supe que criaba un pistolero.