Subir la colina la orden
y nos arrojamos como bestias.
No importaba:
éramos jóvenes y se podía
tirar la vida.
Ya se sabe, hay una edad
donde se ignora lo que vendrá.
No flanquear fue otra orden.
Imposible:
duraría días perderse en la selva, sin pelear
(“ocio de combate”, dijeron que sería)
Primero los cañones,
calibre de ablandamiento
―dijeron―
Pero no gran cosa,
―lo aceptaron―
Apenas llamaradas para levantar la moral
de los que mirábamos,
sin mucho daño real
entre los de aquel lado.
Un ascenso con olor a quemado,
la colina se derramaba
de aquello que la colmó ayer.
Lágrimas como lava.
Pastillas efervescentes
(en agua de jamaica)
Así resistieron,
entre el dolor y el olor a dolor.
Besaban sus signos y disparaban
dejándose matar mientras mataban
(hacemos todos algo así).
Hubo actos heroicos, cierto,
y muertos por racimo
entre los que subían y bajaban.
Unos sentían subir a la gloria,
otros bajar al infierno,
pero unos y otros morían,
anhelando estar en ningún lugar
o en todas partes,
menos allí,
en el último lugar que verían.
Al disiparse el dolor,
al callarse el humo,
al apagarse los gritos
por las gargantas quemadas,
llegamos a la cúspide.
Morir o vivir, digámoslo de una vez, no es cosa de talento, ni voluntad, ni destreza. Es cosa de azar. Algunos pensaban y morían. Otros rezaban y morían. Otros se escondían y morían. Yo viví, llegué arriba y no podría explicarlo.
Volvimos la vista
por la colina arrasada.
Una gran colina,
con argamasa de carne
y contrafuertes de lágrimas.
Nos quedamos allí un rato.
“Fue un éxito”
―dijeron―
y repartieron medallas.
Bajamos y miré esa colina
que nadie conocía ayer
y que tan poco importaba.
Desde ese momento quise olvidarla.