La ruta del pirata

Fecha: 21 de agosto de 2019 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

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Conseguí pase al barco fletado por organizaciones internacionales. La revisión fue escrupulosa, pero mis recomendaciones muy sólidas. Algunos asistentes estaban interesados en observar las condiciones sociales de ciertas comunidades ribereñas. Otros, aspiraban a visitar Socotra Island, un santuario natural, para documentar la defensa de sus ecosistemas y conocer algo de sus especies endémicas, como el extraño árbol de sangre de dragón. A mí no me interesaba mucho una cosa o la otra. Yo quería ver piratas. Sé que suena raro, pero el recorrido era, para mí, un paseo turístico salvaje, como vivir la emoción de cruzar en diligencia el salvaje oeste o atravesar el Atlántico en la era de los grandes corsarios.

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Mi jefe de grupo, Andreas, hablaba con facilidad el español, aunque mezclado con un acento nórdico. Abundaban las sandalias y los collares, pero todos parecían tomar el asunto con seriedad. Éramos unos treinta expedicionarios, mujeres y hombres, divididos en cuatro o cinco grupos, ya no recuerdo muy bien. El capitán nos reunió en el comedor. Explicó la situación. Habría que estar atentos y si aparecían lanchas hostiles tener cuidado con los disparos. Esas aguas estaban infestadas de piratas somalíes. No era un juego: podrían ser muy violentos. Si ocurría algo, la recomendación era abstenerse de tomar fotos y encerrarse. Yo ni siquiera me preocupé por eso, porque ni cámara llevaba. Todo esto lo digo a toro pasado: en realidad no entendí nada, pues el capitán hablaba un inglés rápido y cargado de un extraño acento. La explicación la escuché de Andreas un poco después, cuando nos reunió a los seis del grupo bajo su cuidado: dos jóvenes francesas, una inglesa de ojos azules, un inglés que parecía inglesa, un colombiano de mirada astuta y yo.

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Las francesas me preguntaron si entendía francés, les dije que no. Rieron y me explicaron que eso era imposible, pues si no entendía francés no habría respondido a su pregunta. Les dije que la pregunta “¿parlez-vous francais?” se entiende en todo el mundo. Que eso era igual que saber quién es el Inspector Clouseau. Es algo tan francés como el “oui” o el “mon ami”. Se rieron mucho. Ellas también entendían un poco el español. Me dijeron “hola” varias veces. Les dije que con una sola vez era suficiente, pero lo tomaron a broma y me decían “hola” a cada momento. Llegó a tal extremo que olvidaron mi nombre y me decían “Monsieur Hola”, o simplemente “Hola” todo el tiempo. Yo terminé harto de ellas. Por su parte, el colombiano me preguntó si yo era español. Le dije que no. Me miró con curiosidad. Me imagino que rompí en algo su molde preconcebido. La inglesa ni se dignó a dirigirme la palabra, sólo me miraba sonriendo con sus ojos azules. El inglés que parecía inglesa fue un poco más osado. Me dijo, con cierto tono aflautado, que amaba México. Para quitarle tentaciones le dije que yo no. Me miró un momento extrañado, pero luego comprendió y dejó de interesarse en mí.

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Zarpamos del puerto de Sohar, en el Sultanato de Omán. Se veía muy cerca el destino, pero nos llevaría dos días llegar a Socotra Island. Insisto: no me interesaba llegar a Socotra, sino disfrutar la experiencia de un asalto pirata, al estilo de la película Capitán Phillips. Sin embargo, debo admitir que me intrigaba conocer el árbol de sangre de dragón. Había visto imágenes: es como una fantasía árabe. Hasta imagino a Simbad sentado bajo su sombra. Parece un árbol prehistórico o incluso fuera de este mundo. Dicen además que su resina, la “sangre de dragón”, de un extraño color rojizo, puede curar las más extrañas dolencias.

5

Durante la noche, mientras algunos tocaban guitarra y cantaban en el comedor, yo salí a fumar a cubierta. Andreas llegó por allí. También era poco afecto a la algarabía de los viajes. Le confesé que no me interesaba mucho la botánica. Me dijo que debería hacerlo, pues esa isla, según antiguas leyendas, podría ser el sitio exacto del paraíso original. Allí podrían encontrarse pepinos de tres o cuatro metros, rosas que florecen en los troncos de árboles añosos, granadas silvestres y tubérculos gigantes con ramas extendidas, como si fueran suplicantes. Debo reconocer que ya me sentía tentado a explorar la isla, pero seguía pensando en los piratas. Aspiraba a vivir una aventura que pudiera plasmar en novela algún día. Entonces llegaron las francesas. Ya no eran sólo dos, sino unas ocho recolectadas de otros grupos, todas muy jóvenes. Las dos francesas originales me presentaron a sus paisanas como “Monsieur Hola”. Todas rieron. Les dije que yo no me llamaba “Hola”, pero siguieron riendo a carcajadas. Me hartaron y me fui a dormir. Por fortuna me tocó compartir camarote con el colombiano de mirada astuta. Si hubiera sido el inglés que parecía inglesa lo hubiera sacado a patadas.

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Durante el desayuno, Andreas les comentó a todos los de su grupo que mi ilusión era participar en un encuentro violento con piratas somalíes. Las francesas rieron hasta que se hartaron. Una de ellas dijo, en español bastante claro: “Monsiuer Hola contra los piratas somalíes”. Siguieron riendo un buen rato y después se fueron a contar la historia a las francesas de otros grupos. Escuché las carcajadas a lo lejos, mientras me salí a fumar a cubierta. Cuando se me pasó el mal momento acepté que el título de la historia no era malo. Habría que considerarlo. A pesar de la jocosa intención del momento tenía su encanto.

Llegaron Andreas, el inglés-que-parecía-inglesa y el colombiano-de-mirada-astuta. Intentaban hacer que se me pasara el enojo. Les dije que no importaba. El inglés-que-parecía-inglesa comentó que a él también le agradaría ver piratas, sobre todo si se parecían a Orlando Bloom o Johnny Depp. Estuve a punto de arrojarlo al mar, pero me contuve. Comenté, para quitarle dramatismo al momento, que estos piratas serían oscuros, flacos y curtidos a sol y sal, sin un gramo de romanticismo. Andreas dijo que los piratas anglosajones se habían extinguido y que los de hoy eran de raza negra. El colombiano-de-mirada-astuta terció: hubo piratas negros en la edad de oro de la piratería, los berberiscos, que desde el norte de África acosaron embarcaciones europeas y hasta fomentaron la esclavitud de blancos. Me alegró la historia. Era como algo contado al revés, pero verdadero. Yo, por mi parte, recordé a un pirata mulato, Diego Bardillas, que logró una temible fama por las costas de Yucatán. Nadie lo conocía. Les dije que eso era resultado del eurocentrismo. Si el tal Bardillas fuera blanco y barbado o de apellido Drake, todos tendrían alguna referencia, pero como era negro y de apellido hispano nadie lo recordaba. Cuando terminé mi alegato me di cuenta de que nadie me escuchaba. El colombiano-de-mirada-astuta estaba ligándose a una bióloga austriaca. El inglés-que-parecía-inglesa se había refugiado en un grupo que canturreaba algo incomprensible y Andreas fumaba un poco más allá, mirando a la distancia.

7

Por la tarde, sonó la alarma. Piratas. Yo estaba leyendo algo en el camarote, pero corrí a cubierta para conocer del asunto. Había un poco de agitación. Algunos tripulantes portaban armas largas y otros acomodaron unas pesadas mangueras para dirigir chorros de agua en caso de un abordaje no tan violento. El capitán estaba evaluando todo con unos prismáticos. Me acerqué a él y le dije que sabía disparar bien, que contara conmigo. Me miró con simpatía y me dijo que no podía autorizar a un pasajero a tomar un arma de fuego. Que era una violación del reglamento. Cuando vio mi desconsuelo me dijo que podría ayudar a sostener alguna de las potentes mangueras. Era lo que había. Le dije que sí. Dio unas órdenes y pronto estuve ayudando a un par de marineros, listos para remojar piratas somalíes. Pero todo fue una falsa alarma. En lugar de un buen número de lanchas, sólo había una, con un solitario y famélico pirata, si es que lo era. Me pareció ver que portaba un arma larga, quizás de asalto, como los famosos “cuernos de chivo”. El pirata somalí comenzó a gritar algo, que casi no se escuchaba. El capitán dijo que era un loco, que el arma era de madera y ordenó que todo el mundo se recluyera, evitando la provocación. Todos se fueron. Yo me quedé en cubierta mirando a la lancha pirata sin saber qué hacer. Ya no quedaba ni la manguera, que los marineros habían enrollado y guardado. Llegaron las dos francesas y la escena les pareció muy divertida. “Hola, hola, hola”, repetían con acento gutural. Yo intentaba no hacerles caso. Descubrieron al solitario-y-famélico-pirata que hacía el gesto de apuntarles y rieron sin parar. Después de unos largos minutos se hartaron y se fueron. Yo me quedé mirando al solitario-y-famélico-pirata mientras el barco se alejaba. Para no dejar todo sin un gesto, le grité: “pirata somalí, chinga tu madre”. El pirata pareció entender mis palabras. Después supe que algunos somalíes conocen el italiano, así que algo debió comprender de mis gritos en español-mexicano-colimense. Lo cierto es que yo interpreté sus propios gritos de respuesta como otra mentada de madre, quizás en lengua somalí. Le seguí mentando la madre a todo pulmón, mientras él hacía su propio esfuerzo, hasta que la pequeña lancha fue sólo un punto en el horizonte. A esas alturas yo también debí ser un punto en el horizonte para él.

Regresé enronquecido y agotado al comedor para la cena. Estaba lleno. Las dos francesas me gritaron “Hola” y levantaron la mano para que me acercara a compartir la mesa con el grupo de Andreas. Allí estaban, también, el propio Andreas, la inglesa-de-ojos azules-que-no-habla, el inglés-que-parece-inglesa y el colombiano-de-mirada-astuta. Suspiré. Al día siguiente llegaremos a la famosa isla, buscaré los pepinos gigantes, las rosas que nacen de troncos de árboles añosos, los tubérculos con ramas que parecen suplicantes y el árbol de sangre de dragón. Espero que salgan los verdaderos piratas en el viaje de regreso. Me gustaría darles una buena remojada.

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