Los que critican a la oratoria es que no la comprenden. La suponen ligada a ese sonsonete ridículo con el que los malos oradores vomitan sus discursos.
Pero la oratoria no es eso. No es el grito, ni el arrebato, ni el manoteo. La oratoria es reflexión hablada, acompañada de la capacidad de trasmitir emociones profundas, honestas y reales.
Es también la posibilidad de evocar la belleza y la claridad, pues se habla para convencer, pero también para conmover y alentar a la acción.
En fin, como lo dije ya en alguna ocasión, la oratoria es hacer pensar y hacer sentir.
Es para todos pues nació en la calle, en los espacios de la deliberación popular, pero no es para cualquiera, pues exige muchas lecturas, disciplina, temperamento y pasión.
En 1984 o 1985, cuando yo tenía unos 15 o 16 años, llegó a Colima a dar una charla sobre oratoria el maestro José Muñoz Cota. El Consejo Nacional de Recursos para la Atención de la Juventud (CREA) le pidió organizar talleres de esa disciplina en todo el país. Para mí fue una revelación. Yo acumulaba un modesto registro de participaciones desde secundaria y me atraía instintivamente el hablar en público, pero no había conocido a nadie como él. Tenía una voz grave y profunda, una mirada de un azul bondadoso (hay azules gélidos), era muy elegante y brindaba un trato muy cálido. Trasmitía, además, una gran vitalidad, aunque ya estaba en la tercera edad. Cuando hablaba producía el efecto de un revolotear en mis neuronas: arrojaba semillas de ideas que luego germinaban y crecían entre los surcos de mi cabeza. Sus discursos no eran estridentes: estaban hechos de frases cuidadosas, de miles de lecturas acumuladas, de vivencias apasionadas. Combinaban reflexión y emoción con suavidad y contundencia. Era un estilo insólito que no conocía y que sonaba muy distinto a los discursos que escuchaba en esa época en Colima. Lo acompañaron en esa charla la propia gobernadora del estado, Griselda Álvarez, que era su amiga desde hacía muchos años y su pareja, la maestra Alicia Pérez Salazar, que además de inteligente y culta era temperamental y dinámica, como si tuviera un torbellino en el alma. Además, se veía que lo adoraba (se necesita ser un hombre sabio para lograr que una mujer adore así). Ese día dije un discurso frente al maestro que le agradó mucho. Me dijo que era una orador nato y que debería seguir leyendo y practicando. Me dijo algo que siguió diciéndome años después: «para ser un gran orador no sólo debes leer libros, sino bibliotecas enteras». Le hice caso. Ya leía mucho por esos años pero seguí haciéndolo casi hasta el delirio. Aún lo hago. El maestro había sido el primer campeón nacional de oratoria en 1926. Con los años sería fundador de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, colaborador de Lázaro Cárdenas, diplomático y periodista. Se volvió militante de corrientes disidentes, como el henriquismo y terminó ubicándose en el anarquismo. Escribía libros (poemas, ensayos, discursos) que publicaba con sus propios medios para obsequiarlos, pues para él la cultura no debía costar dinero. Mi personalidad en formación recibió su influencia, algo distante pero siempre presente, de tal forma que hasta la fecha sigo reconociéndome en su ejemplo y sus palabras. Como él, desconfío del valor del dinero y no me complace la acumulación de riquezas. Como funcionario cultural publiqué miles de libros que se distribuyeron gratuitamente en Colima y sigo intentando hacer política leyendo, reflexionando y proponiendo. Cada que podía ir a la Ciudad de México acudía a su taller permanente o lo buscaba para platicar con él y escucharlo hablar. Hace poco le rindieron un homenaje en el Club de Periodistas de México. No pude estar por allí pero me alegró que el maestro sea recordado por tantos. Yo lo tengo presente casi a diario, como se recuerda a los maestros que enseñan a vivir. Aspiro a ser un maestro de vida como él, ojalá lo consiga algún día.
Cuando me invitan a dar una charla o una conferencia, acepto con gusto. Lo mismo ocurre cuando me invitan a compartir algunas palabras con un motivo especial: una ceremonia cívica, la clausura de un foro o algo así. Incluso doy cursos gratuitos de oratoria cuando mi tiempo lo permite y se organiza un buen número de interesados. Lo que no acepto es decir discursos por decirlos, como si alguien me dijera: «pronuncia un discurso para ver cómo es eso de la oratoria». No es posible. Me explico: un discurso es una respuesta intelectual y emocional a un momento específico. La oratoria, por su parte, es el método para conseguir la exacta combinación de argumentos y sentimientos que logren un efecto de persuasión y agrado al mismo tiempo. Pronunciar un discurso sin la sincronía con el momento es un absurdo. Una vez escuché a un conocido torero negarse a mostrar sus movimientos para ilustrar a una audiencia. Dijo: «no puedo, necesito al toro. Hacer pases sin toro no es torear, eso es como un ballet y yo no bailo». Es lo mismo con la oratoria. Sin la circunstancia propicia no lo es: sería gesticulación y grito. En suma, un producto grotesco y para mí inadmisible
Algunos pecan por omisión y otros por exceso. Algunos se privan de voz y otros la dilapidan hasta el agotamiento. Extremos que son torpeza, que revelan un ánimo burdo, una mente no pulida.