La absurda osadía

Fecha: 13 de julio de 2021 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Una vez hice una osadía, pero no la hice solo. Pasé por un amigo a sus oficinas en el centro de la Ciudad de México y nos fuimos a cenar a un buen restaurante que frecuentábamos. La idea era tomar un taxi al final para trasladarnos al departamento que compartíamos para ahorrar costos de vivienda. Ambos éramos jóvenes de Colima, en los primeros trabajos formales y apenas en la elección de caminos para la vida. En la cena le expliqué a mi amigo que traía en mi portafolio una buena cantidad de dinero. «En la mañana cambié dos cheques», le dije, «uno de un premio de ensayo que gané y otro de un pago de tres meses acumulados que me adeudaban en mi trabajo». El total eran unos 80 mil pesos, una pequeña fortuna para nosotros en los años noventa (y todavía lo es, pensándolo bien). Me dijo que estaba loco, que no se debe cargar esa cantidad de dinero en efectivo. Le respondí que, si bien estaba de acuerdo, la osadía no terminaba allí. Le propuse irnos caminando desde el centro de la ciudad hasta el lejano sur donde compartíamos el departamento. «Eso es un desafío a toda lógica, un absurdo», me dijo, pero aceptó. La Ciudad de México era un peligro en esos años. Los asaltos y homicidios llegaban a un nivel demencial y todos teníamos amigos, compañeros de estudio o de trabajo que habían sufrido asaltos violentos o los llamados «secuestros express» (pequeños raptos de dos o tres horas, donde los delincuentes te retenían en la cajuela de un coche mientras «ordeñaban» tus tarjetas). Por esa época se decía que los asaltantes, si no traías dinero o tarjetas, te herían y podían matarte. Debió ser cierto, pues un par de conocidos murió por asalto en esa época. Era una locura deambular por la Ciudad, más durante la noche y mucho más por ciertos lugares. Aún así emprendimos el rumbo. Caminamos por la Alameda Central, por Reforma y llegamos a Insurgentes. Desde allí avanzamos hacia el sur. Pasamos por la glorieta del metro Insurgentes, un lugar tétrico a esa hora de la noche pues se convertía en refugio de malvivientes y pordioseros. Pasamos también por una zona de antros de la peor fama, donde los llamados «güigüis», es decir, los «enganchadores» de los antros nos acosaban para invitarnos a entrar. Esos «güigüis» solían ser gente dura. Parecían amables pero también podían asaltar o estar asociados con delincuentes de todo tipo. Veían mi portafolio con cierta codicia (era muy llamativo, de piel color vino y acabados dorados) y quizás imaginaban que portaba por allí algo valioso. Aún así los trataba con cierto desdén superior al habitual. Uno de ellos se molestó y nos siguió por algunos metros, pero la cosa no pasó a mayores. Debieron vernos con tanta seguridad y desparpajo que imaginaron que portábamos armas, lo cual por supuesto no era cierto. Seguimos caminando por aquella avenida tan larga e impresionante, que cambia de paisajes y de ambientes cada determinado tramo, como si fuera una metáfora de esa ciudad, de sus obsesiones y de sus clases sociales. Llegamos a una zona donde abunda la prostitución de mujeres y travestidos. Las mujeres (o los hombres que parecían serlo) aparecían en cada esquina. Las saludábamos con un «buenas noches», como si estuviéramos paseando despreocupados por una calle colimense, un saludo que en la Ciudad de México suena extraño y anuncia que el caminante no es de allí. Nada pasó, si bien algunas de las libélulas nocturnas y sus acompañantes (los proxenetas o quizás quienes las cuidan) nos miraron con curiosidad. Después llegamos al sur, donde la avenida se llena de luces y donde nos sentimos más seguros, quizás por ser un rumbo más conocido por nosotros. Un buen rato después, ya casi con dolor de pies por los zapatos de vestir, con los sacos del traje bajo el brazo y un portafolio cada vez más pesado, logramos llegar al Sanborns de San Ángel, casi frente al monumento dedicado a Álvaro Obregón, donde por común acuerdo tomamos un taxi que nos llevó unas calles más, por el Eje 10, para dejarnos en el edificio donde vivíamos. La osadía resultó bien, pero nos prometimos no volver a pasar por algo semejante. Fue como decirle al peligro: «aquí estamos, no traemos armas y traemos dinero, veremos cómo reaccionas». Creo que las bendiciones de nuestras madres fueron suficientes para cuidarnos, pues por aquí seguimos. Claro, jamás volvimos a pasar por algo semejante. Maduramos sin querer en esa larga caminata y en los años que vendrían valoramos más la vida, esa vida que la juventud tiende a malgastar en extrañas osadías. Por último, si alguien se pregunta por el destino de ese dinero, creo que me lo gasté en un traje, unas camisas, un par de zapatos, dos o tres comidas en buenos restaurantes y en un montón de libros. Fue un dinero muy paseado y muy bien gastado, gracias a Dios.

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