Paso de Ánimas

Fecha: 9 de agosto de 2021 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Un amigo del bachillerato, por el año 84, me invitó a pasar el domingo en el rancho de su familia, cercano a la comunidad de Agosto, en Comala. Fue un día muy agradable de buena comida, intentos de ordeña, paisajes húmedos, concursos de tiro al blanco y carcajadas por cualquier cosa. Recuerdo en especial una grata caminata por una zona de sombra, cercana a un pequeño arroyo de temporal, donde lo tupido de los árboles daba la ilusión de un mundo aparte, de un lugar encantado distante de cualquier preocupación. Le comenté a mi amigo que si ese predio fuera mío construiría allí mismo, bajo esos árboles, una cabaña. Me respondió que una vez se lo sugirió a su padre y que no estuvo de acuerdo. Según su dicho, a ese predio le decían el “Paso de Ánimas” por alguna razón. Me reí del comentario y más tarde, cuando regresamos a la casa familiar, le hice la misma propuesta a su señor padre.

 

Yo ignoraba por esa época que los hombres de campo no son muy dados a contar todo lo que ven o les ocurre. Necesitan mucha confianza para compartir sus vivencias. Su padre me respondió con algunas evasivas y luego desvió la plática hacia otros temas. La que si me respondió fue la mamá de mi amigo cuando el padre salió por algún motivo. Me dijo que en ese rincón del rancho se aparecían ánimas y algunas bastante desagradables. Al parecer era parte de viejo sendero que la gente de la comunidad tomaba para ir a Comala, pero que después fue trazado un camino más en forma y la vieja ruta cayó en desuso. Aún así, según dijo, muchas personas seguían pasando por allí y en su familia no les impedían el paso, pues todos eran amigos o conocidos. La señora añadió que a muchos de la comunidad les sucedían cosas raras, pero que a nadie le gustaba platicarlas porque luego “los mal juzgaban”.

 

Mi amigo añadió que los rancheros ven muchas cosas, pero que a fuerzas de verlas tanto se acostumbran y las dejan que sucedan, pues cuando no se les pone mucha atención ya no molestan ni asustan. Que eso le había dicho una vez su abuelo, el papá de su mamá. De cualquier forma, ambos comentaron que a nadie le gustaría vivir en una casa donde las ánimas puedan pasar caminando al lado de la ventana. Estuve de acuerdo. La idea de construir una cabaña allí ya no parecía tan buena.

 

Más tarde me animé a preguntar a la señora si ella había visto algo en ese lugar. Me dijo que sólo vio una vez a una señora caminar a brinquitos, como si le dolieran los pies. Que tenía la cabeza y los hombros tapados con un chal como si fuera a misa y que en cada pisada gritaba “ay, ay, ay”, como si estuviera pisando brasas. Le dije que esa imagen parecía aterradora. Le pregunté si había intentado hablar con la señora. Me dijo que no, que de hecho esa señora es famosa. Que un ranchero de su marido la intentó saludar una vez, pensando que era una señora de la comunidad que requería ayuda y que se arrepintió mucho de eso. La señora que camina a brinquitos lo siguió a su casa y se le apareció por muchos meses. Cuando menos esperaba le salía al paso y lo seguía. Decía que hasta en sueños la veía. Por suerte eso no duró mucho. La señora añadió que a las ánimas no hay que hacerles plática ni hacerles caso, porque se entusiasman y se quieren quedar con el incauto. Eso ya les había pasado a otras personas de la comunidad. Que era mejor dejarlas que siguieran su camino. Aquella historia se quedó conmigo y hasta me prometí escribir algún día un cuento inspirado en ella, lo cual aún no cumplo. En fin.

 

Hace algunos meses fui a llevar a mis hijas y a un grupo de sus amigas a un rancho cercano a la comunidad de Agosto. Es un rancho donde una bella pareja brinda hogar temporal a perros sin techo, lo cual es una labor encomiable. La idea de las muchachas era trabajar ayudando a curar a los perritos enfermos, reconstruir algunas casitas que usan y darles de comer. Las dejé allí, quedando de pasar a recogerlas unas horas después. Cuando regresaba a Comala, con la idea de desayunar por allí, reconocí el pequeño camino que llevaba al rancho de mi amigo y sin dudarlo lo tomé. Tenía muchos años sin verlo, pero albergaba la esperanza de que estuviera en casa o al menos saludar a sus padres. Llegué a la casa, que era la misma, pero a la vez distinta. Bajé del vehículo y caminé a la puerta. Unos cuatro o cinco perros me rodearon con ánimo bélico y lanzando toda una sinfonía de ladridos. Me dio temor uno en especial que me rodeó con malicia, buscando mis tobillos, pero logré imponerme y seguí caminando. De la casa salió una señora joven y muy amable. Llamó a los perros hasta que se tranquilizaron. La saludé y pregunté por mi amigo. Me dijo que esa familia ya no vivía allí, que hace algunos años se habían cambiado, pero que podía darme su nuevo domicilio si quería. Le agradecí. Cuando regresó con los datos le comenté de mi amistad con el hijo mayor de la familia y que una vez había caminado con él por el rancho. Que me había gustado en especial un paraje muy bello que le decían Paso de Ánimas. Me respondió que sí, que era un lugar bonito. Le pedí permiso de ir caminando hasta allá y me dijo que no había problema. Le agradecí de nuevo y caminé.

 

El rancho había cambiado poco, pero se notaba más ganado y nuevos impulsos. Ya no se veía tan rústico como lo recordaba. Los perros me siguieron un buen rato y debí amenazarlos un par de veces con lanzarles una piedra, pero después se aburrieron y dejaron de ladrarme. Unos minutos después llegué al lugar. Estaba más o menos como lo recordaba, si bien habían colocado por allí algunos lienzos que rompían lo bello del paisaje. Me quedé un rato soñando con levantar en ese lugar tan fresco una cabaña donde pudiera dedicarme a escribir y olvidarme del mundo. Claro, estaba el tema de las ánimas, pero nunca he creído mucho en esas cosas.

 

Estaba por regresar cuando vi a una señora que caminaba hacia abajo, por donde corría el arroyuelo de temporal. Tenia un chal o mantilla cubriéndole la cabeza y los hombros. Se veía muy delgada. Usaba un vestido grisáceo y daba una imagen de pobreza. Sentí que el pavor me recorría, pero de inmediato me repuse. La miré con cuidado. Caminaba de puntitas, creo que descalza y a cada paso retiraba de inmediato los pies, como si el suelo le quemara. Fue cuando la escuché. No decía “ay, ay, ay”, como me había contado la mamá de mi amigo, sino “achí, achí, achí”. Era un gritito agudo que reflejaba algo de dolor, pero no mucho, como si estuviera pisando piedritas puntiagudas. Entonces se detuvo. Levantó la cabeza, se retiró un poco la mantilla y me miró. Era un rostro lleno de arrugas, pero agradable. Tuve la sensación de conocerla, como si ya la hubiera visto antes o fuera una pariente lejana. Me sonrió con la boca abierta y noté que no tenía muchos dientes. Fue cuando sentí que los pelos de mi nuca se erizaban y algo frío me recorría la espalda. Había leído sobre esa sensación, pero hasta ese momento la experimenté. Es algo muy desagradable. De inmediato recordé los consejos de la mamá de mi amigo. No le sonreí a la anciana y reprimí de golpe las ganas de decir: “buenos días”. Tampoco hice algún gesto ni me moví de donde estaba. Sólo me le quedé mirando con seriedad, inexpresivo. La vieja me miró un pequeño rato. Creí ver algunas nubes en sus ojos, pero no estaba tan cerca como para comprobarlo. Me llegó un olor extraño, como si a mi alrededor hubiera mucha carne recién destazada. Es un olor peculiar que recuerdo de la niñez, cuando visitaba la carnicería de mi abuelo. Luego la anciana bajó la cabeza, se volvió a tapar y siguió caminando a brinquitos, mientras lanzaba esos pequeños gritos que sonaban “achí, achí, achí”.

 

Espere un momento más y la anciana se perdió de vista. Di la vuelta y regresé. Quería correr, pero a la vez no dar una impresión de miedo. Recordé que si a lo extraño no se le pone mucha atención ya no molesta ni asusta. Entonces me obligué a caminar despacio, como si no hubiera pasado nada. De forma absurda pensé que alguien podría estar cerca y no quería que me viera despavorido. Quise hacer algún ruido, algo que me diera un poco de compañía, pero no sé silbar, así que intenté tararear una canción que me vino de repente. Volví a pensar: “si alguien me ve dirá que soy un hombre caminando con tranquilidad mientras canta una canción”. Algo absurdo, lo sé. Cuando escuché a los perros ladrando y recibiéndome fue un alivio. Casi les día las gracias por sus ganas de alejarme o morderme. Al llegar a la casa saludé de nuevo a la señora, que muy amable me ofreció un poco de agua. La rehusé con amabilidad. Le dije que ya tenía que irme. Me ofreció sentarme un rato, pues me veía “muy blanco”. Me dio vergüenza. Le dije que tenía mala condición y que me había agitado un poco, pero nada más. Hay cosas que no deben contarse porque luego a uno lo mal interpretan o mal juzgan.

 

Cuando pueda platicar con la mamá de mi amigo le contaré mi experiencia, le daré las gracias y le diré que coincido con ella: hay ancianas que se encuentra uno por allí y es mejor dejarlas en paz para que sigan su camino.

Compartir en

Deja tu comentario