Aquel hombre llegó al pueblo con ganas de matar. Su pretexto era una mujer ajena. Vociferó un rato en la cantina, diciendo a todo el que escuchaba que tendría que matar a Casimiro. Algo inevitable, pues de otra forma la mujer de él no sería suya. Alguien la advirtió a Casimiro, que miró con fría indiferencia al mensajero y siguió trabajando en su carpintería. Como si nada. Otros llegaron y recibieron la misma apatía por respuesta. Más tarde el otro, envalentonado por los tragos y la espera, decidió llegar por su propio pie a la carpintería. Casimiro siguió haciendo ruido a martillazos, pero sin poner mucha fuerza en la faena. El otro gritó algo en la calle. Casimiro siguió en lo suyo, mientras un muchacho que le ayudaba lo miraba aterrorizado. El otro entró. Era el momento. Casimiro interrumpió la faena y puso mirada de sorpresa, quizás con un reflejo de temor en sus ojos acuosos. El otro volvió a gritar con la pistola a la vista, pero sin tocarla. Casimiro calculó rápido. Soltó el martillo, tomó su escopeta y la descargó en la panza del recién llegado que se derramó por el suelo.
Casimiro vivió algunas semanas de engorrosas aclaraciones, pero nadie volvió a molestarlo. Nunca.