Esa duda que es de todos…

Fecha: 17 de junio de 2010 Categoría: El pez sin el agua Comentarios: 0

Vi al pescador y me acerqué. Los pies en el agua, la red en el mar. Algunos peces, no muchos, se revolvían en la arena. Agonizaban. Escuché su lamento húmedo. Vi la sangre raspando sus agallas. Sentí el rojo sollozo de su desesperación. Hasta hace poco, apenas casi, nadaban en el mar ¿o es en la mar? Quise salvarlos a todos. Imposible. Yo era un niño sin poder. Los peces se acompasaban al ritmo de la muerte. Serenos, indefensos, resignados. Suplicando que todo fuera rápido. Que se agotara la crueldad. Pero un pez se rebelaba. Luchaba. Saltaba con desesperación. En su lucha se arrimaba –quizás inconsciente, quizás preciso– a la salvación del mar. Caminé hacia él. El pez se resistía, pero flaqueaba por momentos. Vacilaba. Una voz le decía (lo veía en sus ojos): “Mejor perderse, dejar de luchar, dormir”. Pero no. Triunfó el descaro, el afán de vida, la contienda. El pez siguió brincando y en cada brinco parecía llegar al mar. Regresó el pescador y lo pisó. Lo aguantó un rato con su peso, como al descuido, mientras desenredaba la red. El pez siguió peleando, mucho rato, una eternidad, hasta que al fin quedó inmóvil, duro como una piedra. El pescador retiró su pie y siguió con la tarea. Yo miré al pez en silencio. Esperé un momento. Esperé otro más. Anhelé con todas mis fuerzas que el pez, en un instante, recobrara el brío con un impulso eléctrico y saltara con todas sus fuerzas hacia el mar. Yo lo ayudaría. El pescador estaba lejos, recortado en el atardecer. Pero el pez no volvió a saltar. Murió peleando a unos pasos del mar.

Compartir en

Deja tu comentario