Apuntes de la categoría: Historias al pasar…

¿Bailan, riñen, se besan o aconsejan?

Fecha: 21 de agosto de 2021 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0
Los perritos de Colima, un reconocido emblema de la entidad, son llamados “perritos bailarines” por el ingenio popular. Algunos desestiman esa percepción colectiva y explican que en realidad no están bailando, sino que uno de ellos, el que parece más rugoso, es un perro viejo que vierte consejos de vida a la oreja del otro, supuestamente más joven. La verdad es que ambas versiones son sólo supuestos, pues desconocemos el significado profundo de tal expresión escultural prehispánica y lo único que podemos hacer al respecto son conjeturas, más o menos verosímiles. Quienes sostienen la versión de los perritos aconsejándose, aunque lo hagan con gran seguridad, no pueden acreditarla con un sustento sólido, pues como tal no existe. En efecto, no tenemos un códice que explique el propósito de esta curiosa actitud perruna y ni siquiera estamos seguros que esos perros sean de raza xoloizcuintle, como se supone, pues quizás sean otra especie ya desaparecida, más baja y regordeta, como los llamados “tlalchichis”. Lo cierto es que las expresiones perrunas son abundantes. Un paseo por el museo “María Ahumada de Gómez” (Casa de la Cultura de Colima) es ilustrativo: hay unos bellos perros siameses y otros, muy simpáticos, que poseen máscara, a veces bien puesta, a veces colocada a medias, como si estuvieran dejando ver su rostro de manera sorpresiva.
Una vez, mientras caminaba por el museo con el maestro Ernesto Terríquez Sámano, me contó una versión narrada por la propia coleccionista María Ahumada: quizás los perros expresan distintos momentos de la historia del pueblo que los recreaba con su cerámica. Siguiendo esa conjetura, se trata de un pueblo que nació de la unión de dos pueblos precedentes (muchos pueblos nacieron así en la historia, como es el caso de los romanos y por ello su profunda división interna entre patricios y plebeyos) que se mantuvieron unidos por mucho tiempo (los perros siameses), después riñeron en alguna especie de guerra civil (los perros que pelean, en lugar de bailar) y terminaron uniéndose de nuevo, quizás por obra de alguna presión externa y tuvieron que aceptarse haciendo uso de una máscara un tanto hipócrita (los perros enmascarados). La versión es también sólo eso, una versión, pero posee cierta verosimilitud y congruencia cuando se advierten esas formas que parecen repetitivas.
En fin, nadie puede dar una interpretación definitiva, así que lo mejor que podemos hacer es reconocerlo: no sabemos lo que estos perros significan, pero son bellísimos y son una expresión de la riqueza histórica, de la sensibilidad artística y de la pericia artesanal de los pueblos que habitaron esta parte del mundo que hoy llamamos Colima. Así sea.

Paso de Ánimas

Fecha: 9 de agosto de 2021 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Un amigo del bachillerato, por el año 84, me invitó a pasar el domingo en el rancho de su familia, cercano a la comunidad de Agosto, en Comala. Fue un día muy agradable de buena comida, intentos de ordeña, paisajes húmedos, concursos de tiro al blanco y carcajadas por cualquier cosa. Recuerdo en especial una grata caminata por una zona de sombra, cercana a un pequeño arroyo de temporal, donde lo tupido de los árboles daba la ilusión de un mundo aparte, de un lugar encantado distante de cualquier preocupación. Le comenté a mi amigo que si ese predio fuera mío construiría allí mismo, bajo esos árboles, una cabaña. Me respondió que una vez se lo sugirió a su padre y que no estuvo de acuerdo. Según su dicho, a ese predio le decían el “Paso de Ánimas” por alguna razón. Me reí del comentario y más tarde, cuando regresamos a la casa familiar, le hice la misma propuesta a su señor padre.

 

Yo ignoraba por esa época que los hombres de campo no son muy dados a contar todo lo que ven o les ocurre. Necesitan mucha confianza para compartir sus vivencias. Su padre me respondió con algunas evasivas y luego desvió la plática hacia otros temas. La que si me respondió fue la mamá de mi amigo cuando el padre salió por algún motivo. Me dijo que en ese rincón del rancho se aparecían ánimas y algunas bastante desagradables. Al parecer era parte de viejo sendero que la gente de la comunidad tomaba para ir a Comala, pero que después fue trazado un camino más en forma y la vieja ruta cayó en desuso. Aún así, según dijo, muchas personas seguían pasando por allí y en su familia no les impedían el paso, pues todos eran amigos o conocidos. La señora añadió que a muchos de la comunidad les sucedían cosas raras, pero que a nadie le gustaba platicarlas porque luego “los mal juzgaban”.

 

Mi amigo añadió que los rancheros ven muchas cosas, pero que a fuerzas de verlas tanto se acostumbran y las dejan que sucedan, pues cuando no se les pone mucha atención ya no molestan ni asustan. Que eso le había dicho una vez su abuelo, el papá de su mamá. De cualquier forma, ambos comentaron que a nadie le gustaría vivir en una casa donde las ánimas puedan pasar caminando al lado de la ventana. Estuve de acuerdo. La idea de construir una cabaña allí ya no parecía tan buena.

 

Más tarde me animé a preguntar a la señora si ella había visto algo en ese lugar. Me dijo que sólo vio una vez a una señora caminar a brinquitos, como si le dolieran los pies. Que tenía la cabeza y los hombros tapados con un chal como si fuera a misa y que en cada pisada gritaba “ay, ay, ay”, como si estuviera pisando brasas. Le dije que esa imagen parecía aterradora. Le pregunté si había intentado hablar con la señora. Me dijo que no, que de hecho esa señora es famosa. Que un ranchero de su marido la intentó saludar una vez, pensando que era una señora de la comunidad que requería ayuda y que se arrepintió mucho de eso. La señora que camina a brinquitos lo siguió a su casa y se le apareció por muchos meses. Cuando menos esperaba le salía al paso y lo seguía. Decía que hasta en sueños la veía. Por suerte eso no duró mucho. La señora añadió que a las ánimas no hay que hacerles plática ni hacerles caso, porque se entusiasman y se quieren quedar con el incauto. Eso ya les había pasado a otras personas de la comunidad. Que era mejor dejarlas que siguieran su camino. Aquella historia se quedó conmigo y hasta me prometí escribir algún día un cuento inspirado en ella, lo cual aún no cumplo. En fin.

 

Hace algunos meses fui a llevar a mis hijas y a un grupo de sus amigas a un rancho cercano a la comunidad de Agosto. Es un rancho donde una bella pareja brinda hogar temporal a perros sin techo, lo cual es una labor encomiable. La idea de las muchachas era trabajar ayudando a curar a los perritos enfermos, reconstruir algunas casitas que usan y darles de comer. Las dejé allí, quedando de pasar a recogerlas unas horas después. Cuando regresaba a Comala, con la idea de desayunar por allí, reconocí el pequeño camino que llevaba al rancho de mi amigo y sin dudarlo lo tomé. Tenía muchos años sin verlo, pero albergaba la esperanza de que estuviera en casa o al menos saludar a sus padres. Llegué a la casa, que era la misma, pero a la vez distinta. Bajé del vehículo y caminé a la puerta. Unos cuatro o cinco perros me rodearon con ánimo bélico y lanzando toda una sinfonía de ladridos. Me dio temor uno en especial que me rodeó con malicia, buscando mis tobillos, pero logré imponerme y seguí caminando. De la casa salió una señora joven y muy amable. Llamó a los perros hasta que se tranquilizaron. La saludé y pregunté por mi amigo. Me dijo que esa familia ya no vivía allí, que hace algunos años se habían cambiado, pero que podía darme su nuevo domicilio si quería. Le agradecí. Cuando regresó con los datos le comenté de mi amistad con el hijo mayor de la familia y que una vez había caminado con él por el rancho. Que me había gustado en especial un paraje muy bello que le decían Paso de Ánimas. Me respondió que sí, que era un lugar bonito. Le pedí permiso de ir caminando hasta allá y me dijo que no había problema. Le agradecí de nuevo y caminé.

 

El rancho había cambiado poco, pero se notaba más ganado y nuevos impulsos. Ya no se veía tan rústico como lo recordaba. Los perros me siguieron un buen rato y debí amenazarlos un par de veces con lanzarles una piedra, pero después se aburrieron y dejaron de ladrarme. Unos minutos después llegué al lugar. Estaba más o menos como lo recordaba, si bien habían colocado por allí algunos lienzos que rompían lo bello del paisaje. Me quedé un rato soñando con levantar en ese lugar tan fresco una cabaña donde pudiera dedicarme a escribir y olvidarme del mundo. Claro, estaba el tema de las ánimas, pero nunca he creído mucho en esas cosas.

 

Estaba por regresar cuando vi a una señora que caminaba hacia abajo, por donde corría el arroyuelo de temporal. Tenia un chal o mantilla cubriéndole la cabeza y los hombros. Se veía muy delgada. Usaba un vestido grisáceo y daba una imagen de pobreza. Sentí que el pavor me recorría, pero de inmediato me repuse. La miré con cuidado. Caminaba de puntitas, creo que descalza y a cada paso retiraba de inmediato los pies, como si el suelo le quemara. Fue cuando la escuché. No decía “ay, ay, ay”, como me había contado la mamá de mi amigo, sino “achí, achí, achí”. Era un gritito agudo que reflejaba algo de dolor, pero no mucho, como si estuviera pisando piedritas puntiagudas. Entonces se detuvo. Levantó la cabeza, se retiró un poco la mantilla y me miró. Era un rostro lleno de arrugas, pero agradable. Tuve la sensación de conocerla, como si ya la hubiera visto antes o fuera una pariente lejana. Me sonrió con la boca abierta y noté que no tenía muchos dientes. Fue cuando sentí que los pelos de mi nuca se erizaban y algo frío me recorría la espalda. Había leído sobre esa sensación, pero hasta ese momento la experimenté. Es algo muy desagradable. De inmediato recordé los consejos de la mamá de mi amigo. No le sonreí a la anciana y reprimí de golpe las ganas de decir: “buenos días”. Tampoco hice algún gesto ni me moví de donde estaba. Sólo me le quedé mirando con seriedad, inexpresivo. La vieja me miró un pequeño rato. Creí ver algunas nubes en sus ojos, pero no estaba tan cerca como para comprobarlo. Me llegó un olor extraño, como si a mi alrededor hubiera mucha carne recién destazada. Es un olor peculiar que recuerdo de la niñez, cuando visitaba la carnicería de mi abuelo. Luego la anciana bajó la cabeza, se volvió a tapar y siguió caminando a brinquitos, mientras lanzaba esos pequeños gritos que sonaban “achí, achí, achí”.

 

Espere un momento más y la anciana se perdió de vista. Di la vuelta y regresé. Quería correr, pero a la vez no dar una impresión de miedo. Recordé que si a lo extraño no se le pone mucha atención ya no molesta ni asusta. Entonces me obligué a caminar despacio, como si no hubiera pasado nada. De forma absurda pensé que alguien podría estar cerca y no quería que me viera despavorido. Quise hacer algún ruido, algo que me diera un poco de compañía, pero no sé silbar, así que intenté tararear una canción que me vino de repente. Volví a pensar: “si alguien me ve dirá que soy un hombre caminando con tranquilidad mientras canta una canción”. Algo absurdo, lo sé. Cuando escuché a los perros ladrando y recibiéndome fue un alivio. Casi les día las gracias por sus ganas de alejarme o morderme. Al llegar a la casa saludé de nuevo a la señora, que muy amable me ofreció un poco de agua. La rehusé con amabilidad. Le dije que ya tenía que irme. Me ofreció sentarme un rato, pues me veía “muy blanco”. Me dio vergüenza. Le dije que tenía mala condición y que me había agitado un poco, pero nada más. Hay cosas que no deben contarse porque luego a uno lo mal interpretan o mal juzgan.

 

Cuando pueda platicar con la mamá de mi amigo le contaré mi experiencia, le daré las gracias y le diré que coincido con ella: hay ancianas que se encuentra uno por allí y es mejor dejarlas en paz para que sigan su camino.

La absurda osadía

Fecha: 13 de julio de 2021 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

Una vez hice una osadía, pero no la hice solo. Pasé por un amigo a sus oficinas en el centro de la Ciudad de México y nos fuimos a cenar a un buen restaurante que frecuentábamos. La idea era tomar un taxi al final para trasladarnos al departamento que compartíamos para ahorrar costos de vivienda. Ambos éramos jóvenes de Colima, en los primeros trabajos formales y apenas en la elección de caminos para la vida. En la cena le expliqué a mi amigo que traía en mi portafolio una buena cantidad de dinero. «En la mañana cambié dos cheques», le dije, «uno de un premio de ensayo que gané y otro de un pago de tres meses acumulados que me adeudaban en mi trabajo». El total eran unos 80 mil pesos, una pequeña fortuna para nosotros en los años noventa (y todavía lo es, pensándolo bien). Me dijo que estaba loco, que no se debe cargar esa cantidad de dinero en efectivo. Le respondí que, si bien estaba de acuerdo, la osadía no terminaba allí. Le propuse irnos caminando desde el centro de la ciudad hasta el lejano sur donde compartíamos el departamento. «Eso es un desafío a toda lógica, un absurdo», me dijo, pero aceptó. La Ciudad de México era un peligro en esos años. Los asaltos y homicidios llegaban a un nivel demencial y todos teníamos amigos, compañeros de estudio o de trabajo que habían sufrido asaltos violentos o los llamados «secuestros express» (pequeños raptos de dos o tres horas, donde los delincuentes te retenían en la cajuela de un coche mientras «ordeñaban» tus tarjetas). Por esa época se decía que los asaltantes, si no traías dinero o tarjetas, te herían y podían matarte. Debió ser cierto, pues un par de conocidos murió por asalto en esa época. Era una locura deambular por la Ciudad, más durante la noche y mucho más por ciertos lugares. Aún así emprendimos el rumbo. Caminamos por la Alameda Central, por Reforma y llegamos a Insurgentes. Desde allí avanzamos hacia el sur. Pasamos por la glorieta del metro Insurgentes, un lugar tétrico a esa hora de la noche pues se convertía en refugio de malvivientes y pordioseros. Pasamos también por una zona de antros de la peor fama, donde los llamados «güigüis», es decir, los «enganchadores» de los antros nos acosaban para invitarnos a entrar. Esos «güigüis» solían ser gente dura. Parecían amables pero también podían asaltar o estar asociados con delincuentes de todo tipo. Veían mi portafolio con cierta codicia (era muy llamativo, de piel color vino y acabados dorados) y quizás imaginaban que portaba por allí algo valioso. Aún así los trataba con cierto desdén superior al habitual. Uno de ellos se molestó y nos siguió por algunos metros, pero la cosa no pasó a mayores. Debieron vernos con tanta seguridad y desparpajo que imaginaron que portábamos armas, lo cual por supuesto no era cierto. Seguimos caminando por aquella avenida tan larga e impresionante, que cambia de paisajes y de ambientes cada determinado tramo, como si fuera una metáfora de esa ciudad, de sus obsesiones y de sus clases sociales. Llegamos a una zona donde abunda la prostitución de mujeres y travestidos. Las mujeres (o los hombres que parecían serlo) aparecían en cada esquina. Las saludábamos con un «buenas noches», como si estuviéramos paseando despreocupados por una calle colimense, un saludo que en la Ciudad de México suena extraño y anuncia que el caminante no es de allí. Nada pasó, si bien algunas de las libélulas nocturnas y sus acompañantes (los proxenetas o quizás quienes las cuidan) nos miraron con curiosidad. Después llegamos al sur, donde la avenida se llena de luces y donde nos sentimos más seguros, quizás por ser un rumbo más conocido por nosotros. Un buen rato después, ya casi con dolor de pies por los zapatos de vestir, con los sacos del traje bajo el brazo y un portafolio cada vez más pesado, logramos llegar al Sanborns de San Ángel, casi frente al monumento dedicado a Álvaro Obregón, donde por común acuerdo tomamos un taxi que nos llevó unas calles más, por el Eje 10, para dejarnos en el edificio donde vivíamos. La osadía resultó bien, pero nos prometimos no volver a pasar por algo semejante. Fue como decirle al peligro: «aquí estamos, no traemos armas y traemos dinero, veremos cómo reaccionas». Creo que las bendiciones de nuestras madres fueron suficientes para cuidarnos, pues por aquí seguimos. Claro, jamás volvimos a pasar por algo semejante. Maduramos sin querer en esa larga caminata y en los años que vendrían valoramos más la vida, esa vida que la juventud tiende a malgastar en extrañas osadías. Por último, si alguien se pregunta por el destino de ese dinero, creo que me lo gasté en un traje, unas camisas, un par de zapatos, dos o tres comidas en buenos restaurantes y en un montón de libros. Fue un dinero muy paseado y muy bien gastado, gracias a Dios.

Lobo hombre en París

Fecha: 7 de julio de 2021 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0

De muchacho leí un bello cuento, Le Loup-Garou, de un interesante escritor poco conocido en nuestro país, Boris Vian, que además de ser prolífico en las letras fue también un destacado músico, ingeniero y periodista. El cuento es una deliciosa “inversión”, es decir, una historia al revés sobre el mito del hombre-lobo. Es la historia de un lobo llamado Denis que sufre de una apasionada fascinación por los seres humanos, a tal grado que los vigila en secreto y los imita, mientras colecciona todos los accesorios que puede y que encuentra abandonados en los caminos (la condición contaminante de los humanos). Pues bien, un día este lobo es mordido por un brujo, el Mago de Siam, que es un hombre-lobo clásico. Como resultado de esta mordida el lobo Denis se convierte en humano cada luna llena. Eso le permite mezclarse con la sociedad a la que admira y conocer un poco más de la vida mundana de los hombres.

 

La experiencia no es tan grata como podría suponerse, pues Denis comienza a experimentar algunos de los malos ingredientes de la condición humana, tanto en lo físico como en lo espiritual: desdichas, decepciones, una sexualidad conflictiva, pereza y amodorramiento, noches asaltadas por pesadillas, despertares con la boca pastosa, entumecimientos y un cuerpo que se mira muy poco estético al desnudo. Otras emociones son peores, tales como la cólera y el ansia de venganza, que eran impensables en un lobo (o en cualquier animal). La obra, en suma, puede leerse como la ironía de la pureza animal frente a la complejidad y decadencia de lo humano.

 

Cuando escuché por primera vez la canción “Lobo-Hombre en París”, del grupo español llamado La Unión, me di cuenta que estaba inspirada en ese bello cuento de Boris Vian. Es una canción que forma parte de la nostalgia para todas y todos los que fuimos jóvenes en los años ochenta del siglo pasado. En aquella época no pude comprobar que esa historia estaba inspirada en el cuento de Vian, pues no había internet y, además, a nadie le interesaban mis elucubraciones, pero me quedé con esa convicción que pude comprobar años después. Allí estaba todo, incluso el Mago de Siam, la luna llena sobre París, la transformación en hombre del lobo Denis, un sueño de locos, las noches de bares y los sucios hostales.

 

En fin, volver a escuchar esa canción es un deleite y más aún darnos cuenta de que toda gran obra literaria posee una vida propia hacia el futuro.

¿Si regresa es tuyo?

Fecha: 10 de abril de 2021 Categoría: Historias al pasar... Comentarios: 0
Recuerdo que cuando estaba en secundaria y quizás en bachillerato había una frase que circulaba mucho y todos la citaban: «Si amas algo déjalo ir, si regresa es tuyo y si no jamás lo fue». Solía ir acompañada de una gaviota, un pelícano o algo así, a manera de póster (aún no se usaban los «memes» pues ni internet había y mucho menos redes sociales)
Nunca entendí muy bien la dichosa frase. Incluso me parecía absurda por razones como las siguientes:
1. ¿Para qué dejas ir lo que amas?
2. Si quiere irse es que ese «algo que amas» no está muy cómodo contigo, así que se irá aunque intentes retenerlo.
3. Si se va y luego regresa quizás ya esté medio arruinado por algunas malas mañas en el camino, así que no debe ser muy apetecible.
4. Puedes imaginarlo como un mango y no como una gaviota o un pelícano: llegará muy «mallugado» y mosqueado, así que ¿para qué lo recibirías como si fuera una gracia?
(Nota: si eres culto o culta puedes decir: «magullado», pero es lo mismo).
5. ¿Si regresa estarás allí listo o lista para recibirlo? Eso quiere decir que no te valorabas mucho y te quedaste por allí esperando sin hacer nada más, como la loca del puerto de San Blas.
En fin, razones como ésa le daba a mis amigas y amigos de la secundaria y en general me consideraban como un ser detestable y antagónico al romanticismo.
Con el tiempo, viendo lo que sucede con algunas amigas y amigos que han disfrutado experiencias así, creo que sigo teniendo algo de razón.
No dudo que haya experiencias de reencuentro interesantes y bellas, pero en general no es así, pues los defectos se acentúan con los años y, por si fuera poco, las personas que te dejan una vez volverán a dejarte en el futuro (la insatisfacción y la inconstancia se vuelven parte de la personalidad).
Así que podríamos reparar un poco la frase inicial para decirla así: «Si amas algo y se va pues déjalo ir, no vale la pena retenerlo, y si regresa mejor escapa lejos porque a la primera oportunidad querrá hacer lo mismo».
Moraleja: algunas frases suenan bonitas pero no significan gran cosa y no porque todos las citen quiere decir que su contenido valga la pena.