Apuntes de la categoría: El pez sin el agua

Atardeceres

Fecha: 17 de junio de 2010 Categoría: El pez sin el agua Comentarios: 0

Me preparé para disfrutar del atardecer frente al mar. Ropa apropiada, toalla, botella de tinto, una copa y nada más. Subí al coche y en él fui al mar. Elegí una playa solitaria. El atardecer, yo y mi ropa apropiada, toalla, botella de vino y nada más. Amo los atardeceres. Son algo mágico. Inspiran profundas reflexiones sobre la vida y su inexorable final. Frente a ellos me siento pequeño. Todos nos sentimos pequeños… Una brizna en el océano universal, un fragmento en la eternidad. Eso es gratificante, sobre todo si estamos un poquito pasados de peso o aquejados por los años. Extendí mi toalla. Me senté sobre ella para cuidar mi ropa apropiada. Abrí mi botella. Busqué mi copa y no la encontré. Pensé en tomar directamente de la botella, pero me pareció ruin. El vino era bueno. No el más caro, pero bueno al fin. Exigía una copa de buen cristal. Recordé que subí una al coche cuando salí de casa. Debió caerse y rodar por allí. Miré el horizonte. El atardecer llegaba, pero el coche estaba cerca. Me decidí a ir por la copa. Caminé a buen ritmo. En algún trecho corrí. Deliciosos atardeceres. Nos hablan de la repetición de la vida, del ciclo de las oportunidades, de la oscuridad que sigue a la luz (pero que también tiene el poder de anticiparla). Total. Los problemas de hoy son poca cosa, nada incluso, comparados con la inmensidad del atardecer, con el anuncio de la renovación. Deliciosos atardeceres. Sin duda. Llegué al coche. Busqué la copa. Allí estaba. Debió resbalar. Pensé: “el cristal se verá bellísimo con el vino oscuro frente al atardecer”. Cerré el coche y regresé. Al llegar a mi lugar abrí la botella, acomodé la copa, serví el vino y esperé, pero ya estaba oscuro. El sol descendió de prisa. No me esperó. El atardecer se marchó. Me resigné. Apuré el vino. No cabe duda: el vino es delicioso. Inspira profundas reflexiones sobre la vida y su inexorable final. Con el vino me siento pequeño. Todos nos sentimos pequeños… Una brizna en el océano universal, un fragmento en la eternidad. Malditos atardeceres. Muy puntualitos. Muy en lo suyo y sin pensar en quienes queremos disfrutarlos. Nada comparado con el vino. A la mano, al gusto de cada cual, siempre dispuesto. Me emborraché.

Conchitas de mar

Fecha: 17 de junio de 2010 Categoría: El pez sin el agua Comentarios: 0

Siempre renegué de las conchitas en la playa. Me lastimaban los pies. Sentía que estaban de más. Me horrorizaba que fueran un desecho (la cubierta de un molusco). Me repugnaban. Las imaginaba como uñas que algún monstruo recortaba de sus pies. Pero a mis hijas les fascinaron cuando conocieron el mar. Quise evitarlo: las llevé a caminar, jugué con ellas a eludir las olas, grabé –siempre con ellas– recados efímeros en la arena y les enseñé a dibujar corazones. Hice todo para evitar a las conchitas… y fracasé. Las juntaron a puños. Las recogieron para jugar. Una niña eligió las rosadas. Otra niña… todas. Yo me jalé los cabellos (en ese tiempo tenía) en señal de fracaso y desesperación. Quise convencer a mis hijas. A una le dije que las conchas eran la cáscara dura de un asqueroso molusco. Quedó fascinada. Se imaginó al molusco como un príncipe armado y a la concha como su escudo. Casi lloré. A la otra le dije: “las conchas son las uñas que un monstruo marino recorta de sus pies todas las noches. Un monstruo cochino que las riega por el mar.” Para mi asombro rió con deleite, fascinada con la idea. Desde entonces se prueba las conchitas en los dedos de sus pies. (Suspiro). Ahora mi casa rebosa conchitas de todos los colores y tamaños. Entonces me rendí. Me resigné y aprendí una lección: jamás me atreveré a expresarles mi desagrado por algún tipo de muchachos. No sea que un día, más pronto que tarde, los coleccionen las niñas en mi hogar.

Esa duda que es de todos…

Fecha: 17 de junio de 2010 Categoría: El pez sin el agua Comentarios: 0

Vi al pescador y me acerqué. Los pies en el agua, la red en el mar. Algunos peces, no muchos, se revolvían en la arena. Agonizaban. Escuché su lamento húmedo. Vi la sangre raspando sus agallas. Sentí el rojo sollozo de su desesperación. Hasta hace poco, apenas casi, nadaban en el mar ¿o es en la mar? Quise salvarlos a todos. Imposible. Yo era un niño sin poder. Los peces se acompasaban al ritmo de la muerte. Serenos, indefensos, resignados. Suplicando que todo fuera rápido. Que se agotara la crueldad. Pero un pez se rebelaba. Luchaba. Saltaba con desesperación. En su lucha se arrimaba –quizás inconsciente, quizás preciso– a la salvación del mar. Caminé hacia él. El pez se resistía, pero flaqueaba por momentos. Vacilaba. Una voz le decía (lo veía en sus ojos): “Mejor perderse, dejar de luchar, dormir”. Pero no. Triunfó el descaro, el afán de vida, la contienda. El pez siguió brincando y en cada brinco parecía llegar al mar. Regresó el pescador y lo pisó. Lo aguantó un rato con su peso, como al descuido, mientras desenredaba la red. El pez siguió peleando, mucho rato, una eternidad, hasta que al fin quedó inmóvil, duro como una piedra. El pescador retiró su pie y siguió con la tarea. Yo miré al pez en silencio. Esperé un momento. Esperé otro más. Anhelé con todas mis fuerzas que el pez, en un instante, recobrara el brío con un impulso eléctrico y saltara con todas sus fuerzas hacia el mar. Yo lo ayudaría. El pescador estaba lejos, recortado en el atardecer. Pero el pez no volvió a saltar. Murió peleando a unos pasos del mar.